
Sevilla, años cincuenta, media tarde. Hora de la merienda. En la radio comienza a sonar una música familiar que anuncia el comienzo del capítulo del día de “Diego Valor, el héroe del espacio”. La imaginación infantil se desborda. España año 2000. Un grupo de pilotos y científicos capitaneados por el español Diego Valor, viajan al planeta Venus, para enfrentarse con los temibles wiganes, que mandados por el implacable Mekong quieren sojuzgar a todo el planeta. La canción himno del serial radiofónico aún resuena en mi cabeza: ¡Adelante soldados de la Tierra!,¡Volad hacia el espacio misterioso!...Todo un universo de imágenes y aventuras se abría en la mente infantil. Para siempre asociado a la onza de chocolate y a la carne de membrillo. Después de haber estado un rato en Venus, ¿quién se ponía a estudiar las reglas de ortografía?.
A pesar de todo, esas tardes de nuestra infancia forman parte del paisaje de fondo de la vida de muchos de nosotros. Un paisaje que permanece real y tangible, por encima de las mediocridades de la ciudad provinciana en la que crecimos los sevillanos de aquellos años. No, yo no añoro las calles de adoquines grandes y desnivelados. Los montones de desperdicios en los alrededores de los mercados. Los hombres y los carros alineados en la plaza de Montesión, esperando que alguien los contrate. Las riadas tercermundistas. Las reatas de burros con arena para las obras. Un paisaje de ropa gris.
El año 2000 llegó, y sabemos que no hay un astródromo en Alcalde de Henares y los viajes tripulados a Marte, Venus y al resto del sistema solar, como nos contaban desde la radio, no son de cosa de todos los días. Pero lo seguimos intentando. Vamos construyendo nuestra existencia sobre un paisaje compuesto de recuerdos. Como en una pintura en que las figuras están dibujadas por duros contrastes de luces y de sombras, recortadas por un paisaje de fondo apenas sugerido.
A pesar de todo, esas tardes de nuestra infancia forman parte del paisaje de fondo de la vida de muchos de nosotros. Un paisaje que permanece real y tangible, por encima de las mediocridades de la ciudad provinciana en la que crecimos los sevillanos de aquellos años. No, yo no añoro las calles de adoquines grandes y desnivelados. Los montones de desperdicios en los alrededores de los mercados. Los hombres y los carros alineados en la plaza de Montesión, esperando que alguien los contrate. Las riadas tercermundistas. Las reatas de burros con arena para las obras. Un paisaje de ropa gris.
El año 2000 llegó, y sabemos que no hay un astródromo en Alcalde de Henares y los viajes tripulados a Marte, Venus y al resto del sistema solar, como nos contaban desde la radio, no son de cosa de todos los días. Pero lo seguimos intentando. Vamos construyendo nuestra existencia sobre un paisaje compuesto de recuerdos. Como en una pintura en que las figuras están dibujadas por duros contrastes de luces y de sombras, recortadas por un paisaje de fondo apenas sugerido.
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