Hubo un tiempo en que la ciudad se representaba a si misma en los desfiles procesionales de la Semana Santa. Nazarenos en la comitiva y espectadores en las calles. Eran parte de un todo. Y en la mayoría de los casos, con cometidos intercambiables. Unos días espectadores y en algún momento actores principales. Todos, unos y otros, poseían las claves para entender lo que ocurría y porqué. Era un tiempo en que la ciudad era una sola, con la redondez de una almendra, con una imagen definida de sí misma. Desde la Campana a la Catedral era el centro. Todo el año y durante la Semana Santa. Las cofradías venían de los gremios y de los barrios. Se trasladaban al centro de la ciudad para encarnar ante la ciudad oficial las distintas formas de interpretar el ritual. Primero, ante la ciudad civil, en la plaza y a continuación en las bóvedas del templo grande, ante la autoridad religiosa.
Después, en la vuelta, al llegar al barrio, el esfuerzo y el cansancio de las horas pasadas se superaban con la emoción. El nazareno había recorrido una vez más las calles de la ciudad. A través del antifaz terminaba el día con una colección nueva de imágenes y recuerdos. Los pavimentos sentidos paso a paso. Las caras de los niños en las primeras filas y las mujeres que los acompañaban. Las paredes de las casas frente las cuales se detenía la comitiva. Cuando el parón era largo, el nazareno descubría detalles que antes habían pasado desapercibidos. Los nudos de las rejas. El número de clavos de las puertas. Las formas caprichosas de los desconchones. Y siempre los olores. Cera e incienso. Aceite frito. Grasa y azúcar. Para siempre, esa esquina y esa casa ya no serían las de antes. Eran nuevas y precisas, intensas.
Si, el nazareno en el recorrido de la procesión no veía las imágenes. Veía la ciudad. En una simetría exacta. Reflejada en los ojos de las gentes a su paso. Como en un espejo.
Después, en la vuelta, al llegar al barrio, el esfuerzo y el cansancio de las horas pasadas se superaban con la emoción. El nazareno había recorrido una vez más las calles de la ciudad. A través del antifaz terminaba el día con una colección nueva de imágenes y recuerdos. Los pavimentos sentidos paso a paso. Las caras de los niños en las primeras filas y las mujeres que los acompañaban. Las paredes de las casas frente las cuales se detenía la comitiva. Cuando el parón era largo, el nazareno descubría detalles que antes habían pasado desapercibidos. Los nudos de las rejas. El número de clavos de las puertas. Las formas caprichosas de los desconchones. Y siempre los olores. Cera e incienso. Aceite frito. Grasa y azúcar. Para siempre, esa esquina y esa casa ya no serían las de antes. Eran nuevas y precisas, intensas.
Si, el nazareno en el recorrido de la procesión no veía las imágenes. Veía la ciudad. En una simetría exacta. Reflejada en los ojos de las gentes a su paso. Como en un espejo.
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